domingo, 25 de marzo de 2012

Números como escamas

Se impone resucitar la consideración social de viejas profesiones porque nos inundan las nuevas, amparadas por exóticos títulos, másteres, posgrados y otras zarandajas embaucadoras. Al final de este endiablado laberinto de oficios tendrán que pedir perdón los pediatras, los abogados y los maestros de escuela, pues ya ninguna de estas dedicaciones goza de prestigio entre las clases sociales nimbadas por la modernidad. La mía -profesor de una Facultad de Derecho- se ha debido de derrumbar hace tiempo porque mi correo electrónico está lleno de ofertas imaginativas destinadas a sacarme de la antigualla en la que vegeto: las últimas son un diploma en fabricación de cerveza sin alcohol, un posgrado en management estratégico y un máster en trazabilidad (palabro nuevo, ¡atención a él!) de alimentos argentinos. La que más me gusta es la del management estratégico porque me haría mucha ilusión enterarme qué significan tanto el sustantivo como el adjetivo.

A la vista de las desgracias que nos acaecen, la de mayor futuro es la profesión de astrólogo. Ignoro las razones por las cuales no recibo anuncios para animarme a abrazarla porque en la interpretación de los astros, en su posición y movimientos, en sus idas y venidas están las claves del diario acontecer. ¿Qué perdemos con volver a ellos, como acreditados analistas de la situación? Lo fueron y tuvieron aciertos notables. Voltaire cuenta que en la cámara de la reina Ana de Austria se hallaba un astrólogo en el momento sublime del nacimiento de quien conocemos con el nombre de Luis XIV. Y que, según los cortesanos, acertó a vaticinar la relevancia que este hombre tendría en las páginas de los innumerables tomos en que está escrita la Historia.

Es evidente que Voltaire se mofa de estas cosas, pero es que Voltaire estaba envenenado por las «luces» y por la «razón», causas de tantos males, entre ellos de que la astronomía le ganara la partida a la astrología. A partir de ahí el astrónomo es un científico a quien es preciso tomar en serio y el astrólogo, un embaucador apto sólo para ser embromado.

Algo parecido ocurrió con los juristas durante siglos. Desde la vuelta al derecho romano que se produce en la Baja Edad Media éstos ocuparían un lugar de privilegio en las cámaras reales, en los parlamentos nacientes, fueron mediadores infalibles en los conflictos entre poderosos: el emperador contra los príncipes y viceversa, el Papa contra aquél y contra éstos, etcétera. Las consecuencias desastrosas son bien conocidas y sus secuelas llegan hasta nuestros días. No evitaron ninguna guerra pero llenaron el mundo de confusión.

Hoy, el jurista si está levantando cabeza es porque hace años sus funciones le fueron arrebatadas por los economistas y hacendistas que se han revelado tan dañinos como aquéllos. Profetas del tiempo pasado, pese a sus saberes matemáticos, estadísticos y econométricos, fueron incapaces para prevenirnos acerca de ni una sola de las amargas resultas de tanta alquimia bursátil y bancaria como se ha cocinado en los últimos años. Manejaban números como cuerpos helados, como vegetales mustios, como escamas de unos peces muertos. Mucho nos decían pero nada nos predecían.

Si esto es así, ¿por qué no volver al astrólogo? Que nos digan de qué signo zodiacal es el presidente de este o de aquel Gobierno, el ministro inglés o el portugués, la carta astral de la canciller alemana, la eclíptica que puede influir en esta o en aquella decisión...

¿No es esto más entretenido que un desbarajuste como el actual que, encima, está presidido por la ciencia? Quiero tener mis ilusiones y mis afanes mecidos por los cometas, por los meteoros, no por un modelo econométrico ni una serie estadística, deshuesados y falsos como un astro apagado.

domingo, 18 de marzo de 2012

Cádiz contada por los vientos

En el suplemento cultural del periódico El Mundo


se ha publicado éste artículo mío



Si Cádiz tiene hoy el honor de haber sido el escenario donde se representa la primera escena de la revolución liberal es porque fueron los suaves vientos atlánticos de la bahía, aires que revuelan y alborotan, los encargados por la Historia de aventar las miasmas del Antiguo Régimen.

Esos vientos nos trajeron el Estado que todavía hoy conocemos, y nos dejaron, como niños recién nacidos, a los municipios y a las provincias, y depositaron entre nosotros el humus de la centralización administrativa sin cuyos instrumentos no hubiera sido posible empezar el desescombro de las estructuras políticas y administrativas del pasado.

Ni hubiéramos podido concebir la división de poderes pues fue entonces cuando comenzamos a balbucir la distinción entre el legislativo, el ejecutivo y el judicial, aún hoy santo y seña de un régimen constitucional digno. Al primero correspondía -nos explicarán los tratadistas de la época- tomar las medidas generales acomodadas a todo el país y al segundo toca actuar por medidas particulares. De la misma manera que la legislación ha de encargarse a muchas personas mientras que la ejecución es asunto de pocos, cuantos menos, mejor. Los legisladores se deben reunir de forma intermitente pero el poder ejecutivo debe actuar sin descanso. El judicial por su parte tiene, en estos momentos natalicios, sus funciones limitadas a dirimir las contiendas entre los particulares y castigar los delitos ya que en la mente de los constituyentes gaditanos solo existen las jurisdicciones civil y criminal. Habrán de pasar algunos años para que veamos empinarse en su cuna lo que acabaría siendo la jurisdicción contencioso-administrativa, especializada en las contiendas entre los particulares y la Administración. Nuestro modelo -adoptado por los moderados- será el francés con el Consejo de Estado como centro.

Estos vientos gaditanos serán especialmente inclementes con las estructuras territoriales que habían llegado hasta finales del siglo XVIII y a las que era preciso poner cerco pues que en ellas anidaban los restos de los viejos poderes señoriales y feudales, cuya destrucción era justamente la tarjeta de visita con la que se presentaba en el nuevo siglo el pensamiento liberal.

Y así la nueva distribución del mapa municipal se monta sobre la supresión de las divisiones del Antiguo Régimen y de la desaparición de los señoríos, desmantelados por un Decreto anterior a las propias Cortes -de 6 de junio de 1811- y que deja reducido el poder del señor al de propietario de las tierras (produciéndose el paso, como se ha escrito, del señor al señorito).

Otro de los objetivos revolucionarios fue la creación homogénea del escalón provincial, dirigido contra la heterogeneidad de la división del espacio durante el Antiguo Régimen. Tras varios proyectos -de 1813, 1821, 1822- resultó como definitiva la de 1833, formulada por Javier de Burgos, todavía hoy vigente.

Esos mismos vientos nos traen la representatividad en los escalones municipal y provincial. Aunque montada sobre bases censitarias, supone la supresión del régimen de la perpetuidad de oficios y de los privilegios de la nobleza. Los municipios se componen de vecinos iguales ante la ley, que eligen a los alcaldes y regidores en elección de dos grados; los cargos son gratuitos, se renuevan cada año los alcaldes y la mitad de los concejales. En el ámbito provincial, a la supresión de corregidores y alcaldes mayores, sigue la creación de la figura del jefe político, nombrado por el Gobierno como máxima autoridad en la provincia, sin perjuicio de la creación simultánea de un órgano parcialmente electivo, la Diputación, a la que se encarga el fomento de los intereses provinciales.

Las competencias que se atribuyen a los Ayuntamientos son, entre otras, las relacionadas con la administración de bienes de propios y los arbitrios, los establecimientos de beneficencia y primera enseñanza, la construcción y reparación de caminos y obras públicas, la vigilancia y explotación de los montes... La necesidad centralizadora de incorporar las tareas municipales a la acción general del Estado se consigue poniendo a los Ayuntamientos bajo la supervisión de la Diputación Provincial, que es presidida por el jefe político. Asume funciones de fomento y la aprobación del reparto de las contribuciones generales entre los pueblos de la provincia.

Toda esta reforma hay que entenderla en el marco de la situación económica de penuria que viven los nuevos municipios debida a causas variadas, entre ellas su número excesivo (más de ocho mil ¡que aún hoy subsisten!) y el consiguiente fraccionamiento de su patrimonio. El telón de fondo es el empobrecimiento general del país, fruto amargo de la guerra contra Napoleón, que obliga a las ventas de bienes de propios, autorizadas por las Cortes.

En relación con la Iglesia, aunque se declara la religión católica como “
la propia de la Nación española”, se suprimió el Santo Oficio y se reformaron las órdenes religiosas. De otro lado, se sabía, desde los ilustrados del siglo anterior (y aun desde los novatores), que la única medida útil para salvar la deuda nacional (¿suena este asunto en nuestros días?) y poner en circulación bienes estancados era la venta de bienes nacionales y por ello en septiembre de 1813 se encarga a una Junta la venta de tales bienes, es decir, los confiscados a traidores, los pertenecientes a conventos y monasterios, fincas de la Corona, la mitad de baldíos y realengos ... Lástima que el suave viento gaditano se convirtiera en un huracán cuando Fernando VII se sentó en el trono. Con él todo el esfuerzo revolucionario se derrumba chorreando sangre, “triunfando en fin la Religión de ese monstruo horrendo de la impiedad” en palabras de un fogoso predicador.

La Constitución fue abolida dejando una sombra de esqueletos. Pero quedará como bandera y nuevos vientos la agitarán siendo su mástil faro de las mejores quimeras.